Subscribe:

       Aquí tes o principio dun capítulo do famoso libro do naturalista Gerald Durrel, Mi familia y otros animales, onde narra as súas experiencias de neno nunha illa grega chamada Corfú. Le atentamente o texto e responde as cuestións que atoparás ao final. E se che gustou a lectura, anímate e colle o libro na biblioteca.                                                                                                                            

MI FAMILIA Y OTROS ANIMALES
Gerald Durrel
Capítulo 9 : El mundo en un muro.
   
    El muro ruinoso que rodeaba el jardín hundido contiguo a la casa era para mí un rico coto de caza. Era una tapia antigua de ladrillos en otro tiempo enlucida, pero ahora aquella epidermis aparecía verde de musgo, levantada y combada por la humedad de muchos inviernos. La superficie entera era un mapa intrincado de grietas, unas de varios centímetros de anchura, otras del grosor de un cabello. Aquí y allá se habían desprendido fragmentos grandes de yeso, dejando al descubierto el costillar de rosados ladrillos. Visto de cerca, el muro constituía todo un paisaje: los tejadillos de cientos de hongos diminutos, rojos, amarillos y marrones, se arracimaban como pueblecitos en las partes más húmedas; las montañas de musgo verde botella crecían en bandas tan simétricas que diríanse haber sido plantadas y recortadas; de los puntos más sombreados de las grietas brotaban bosques de pequeños helechos, inclinándose lánguidos como arroyos de verdor. La zona alta del muro era tierra desértica, tan reseca que sólo nutría unos cuantos musgos rojizos, tan caliente que sólo servía de solana para las libélulas. Al pie crecía un amasijo de plantas: crocos, ciclámenes, asfódelos, que asomaban sus hojas por entre los montones de tejas rotas y melladas. Protegía toda esta parte un laberinto de zarzamoras moteadas, en estación, de fruta gruesa y jugosa, negra como el ébano.

   Los habitantes de este muro formaban un conjunto variopinto, dividido en trabajadores diurnos y nocturnos, cazadores y cazados. De noche los cazadores eran los sapos que vivían entre las zarzas, y las salamanquesas pálidas y translúcidas de ojos saltones que habitaban en las rendijas de más arriba. Su presa era la población de típulas tontas, despistadas, que circulaban zumbando entre el follaje; las mariposas nocturnas de infinitas formas y tamaños, mariposas a rayas, a cuadros, jaspeadas, listadas, atigradas, que revoloteaban en blandas nubes junto al yeso marchito; y los escarabajos rechonchos, impecables como hombres de negocios, que corrían con obesa eficiencia a sus tareas nocturnas. Cuando ya la última luciérnaga había cruzado las colinas de musgo para meter en cama su linterna esmeralda, y salía el sol, el muro era invadido por el siguiente grupo de habitantes. Aquí era más difícil distinguir al cazador de su presa, pues cada uno parecía alimentarse indiscriminadamente de todos los demás. Así, las avispas depredadoras buscaban orugas y arañas; las arañas cazaban moscas; las grandes, quebradizas y rosadas libélulas se nutrían de arañas y de moscas; y las veloces lagartijas, esbeltas y multicolores, se alimentaban de todo en general.

    Pero los miembros más pudorosos y esquivos de aquella comunidad eran también los más peligrosos; difícilmente se los veía, y sin embargo debía haber varios centenares alojados en las grietas de la tapia. Bastaba con introducir cuidadosamente la hoja de una navaja bajo un fragmento del yeso suelto y desprenderlo del ladrillo con suavidad, y allí debajo, agazapado, aparecía un pequeño escorpión negro de un par de centímetros de largo, lustroso como el chocolate. Eran seres de figura estrambótica, con sus cuerpos ovales y aplastados, bulbosos y articulados como una armadura, y una sarta de cuentas pardas a manera de cola, rematada por el aguijón en forma de espina de rosal. Allí se dejaba examinar inmóvil, únicamente levantando la cola en ademán casi avergonzado de amenaza si notaba el aliento demasiado próximo. Si se le mantenía mucho rato al sol se limitaba a dar media vuelta para ir a deslizarse con lentitud bajo otro trozo de yeso.
   Les tomé un gran cariño a aquellos escorpiones. Descubrí que eran animales simpáticos, sencillos, de costumbres en general encantadoras. Con tal que uno no cometiera alguna tontería o torpeza (como ponerles la mano encima), los escorpiones le trataban con respeto, guiados de un único deseo: huir a esconderse cuanto antes. Yo debía ser para ellos una auténtica cruz, porque me pasaba la vida arrancando trozos de yeso para observarlos, o capturándolos y obligándoles a caminar dentro de tarros de mermelada para ver cómo movían las patas. Gracias a mis súbitos e imprevisibles ataques al muro aprendí no poco sobre los escorpiones. Averigüé que comían moscones (aunque cómo los atrapasen era un misterio que no fui capaz de desvelar), saltamontes, mariposas nocturnas y típulas. Varias veces los hallé devorándose entre sí, hábito que me disgustaba sobremanera en unas criaturas por lo demás intachables.
   Una noche, agachado al pie del muro con una linterna, logré entrever algunas de sus maravillosas danzas de cortejo. Los vi de pie, con las garras entrelazadas, los cuerpos erguidos en el aire, las colas trenzadas amorosamente; les vi describir lentos círculos de vals por entre los almohadones de musgo, cogidos de las garras. Pero mi contemplación del espectáculo era siempre muy breve, porque apenas encendía la linterna los amantes se paraban, quedaban quietos un momento, y luego, en vista de que no apagaba la luz, me volvían la espalda y se alejaban con paso decidido, garra con garra, costado con costado. Estaba claro que estos animales preferían reservar para sí su intimidad. Manteniendo en cautividad una colonia probablemente habría podido presenciar todo el galanteo, pero la familia me tenía prohibido meter escorpiones en casa, a pesar de mis argumentos a favor.

     Hasta que un día encontré sobre el muro una obesa hembra de escorpión, vestida con lo que a primera vista parecía un abrigo de piel color crema. Examinada con atención, la extraña vestimenta resultó estar formada por una masa de bebés diminutos agarrados al dorso de su madre. Embelesado ante aquella familia, decidí llevarla a casa de tapadillo para conservarlos en mi cuarto y verlos crecer. Con infinito esmero pasé madre y prole al interior de una caja de fósforos y corrí a la villa. 

CUESTIÓNS
1.Cres que o muro pode considerase un ecosistema? Razoa a resposta
2.Cal é o biótopo? Descríbeo
3.Fai un listado de todas as especies da biocenose do muro, e busca en internet fotos das que non coñezas, e engádeas a este traballo (mínimo 5 fotos ou debuxos)
4.Fai un listado de todas relacións bióticas que atopes entre a biocenose (por exemplo, relacións predador- presa....)
5.Hai distintos ambientes no muro? Descríbeos coas súas diferencias.
6.Estos distintos ambientes inflúen na biocenose? Explica al menos dúas evidencias da relación do biótopo coa biocenose que atoparás no texto.
7.Gerald Durrel emprega moitas metáforas para describir o muro, cal te chamou máis a atención ou che gustou? , por que?
8.Cres que o escorpión é "malo"? Razoa a resposta

No hay comentarios:

 
Copyright 2009 NATUREZA 2º ESO